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La poesía para Raúl Arias: un puñado de pájaros en un campo de fusiles

Un pájaro perfora la neblina y desciende al valle. Una cuchilla de luz hiere sus alas: la luz reflejada y centelleante en la boca de un fusil. Y otro, y otro fusil. ¿Apuntan al pájaro? ¿Están listos y dispuestos a disparar? ¿Existe en el instinto del ave maniobra alguna que le permita evadir el granizo de balas? 

La poesía, no cabe duda, supera su propio espacio, se desborda más allá de su propio cuerpo. Los versos no son su límite. El pájaro que surca el campo donde se alzan fusiles como hojas de hierba lleva en el pico la ramita del poema. Lo vemos sobrevolar y creemos, sentimos entender sus palabras ausentes o traducir los mensajes de sus aleteos. Acaso este pájaro –símbolo extraído de su propia poesía– sea una guía para entender el código poético de Raúl Arias y adentrarnos en su obra. Acaso, ese símbolo-ave puede guiarnos por sus líneas. 

 

Primer Pájaro: la palabra entre nosotros. 

La palabra de Raúl Arias es un cuerpo desnudo en la orilla: sin las pesadas togas de la complejidad lingüística y sin los cinturones de la intelectualidad, se sumerge en las aguas del medio día. El tzántzico nunca halló momento idóneo, en su carrera literaria, para adoptar la pose del intelectual inteligible; y tampoco la del poeta clasicista, la del académico, la del individuo de la mesura en la lengua, la del sembrador de las buenas costumbres lingüísticas que van y vienen con las modas de los años. Nunca pensó, el poeta, que era necesario «hablar de acuerdo a la situación», mas sí hablar. La pugna entre lengua y habla no tiene lugar en la poesía de Raúl Arias porque a él le importa solo una: el habla. La lengua no existe, el habla nos hace existir. La palabra del diario vivir, del gremio, de la calle y la patria, es la herramienta justa que el poeta necesita: de lo cotidiano, salta al poema y vuelve a saltar de vuelta a la conversación casual. Acaso el poema está hecho, como la conversación, de la vida.

Las palabras que –como ladrillos– levantan al poema tienen una función clara: comunicar. Las mismas palabras pueden comunicar el más banal de los hechos o explorar los más estrechos laberintos del alma humana. En la poesía de Raúl Arias no importan las palabras y su belleza autónoma, sus significados imperceptibles, sus evocaciones tenues, su brillo de diccionario: importa la relación entre ellas, la comunidad que forman, el vecindario asombroso e insólito que son capaces de fundar. A las palabras, Raúl Arias les ordena: «Que jueguen como niños en la calle. / Que se saluden en un portal […] Que salgan de sus casas y se conecten/ como hilillos de aire o de agua». Porque el encuentro de las palabras significa también un encuentro humano: sonidos que se abrazan en una conversación, en una calle, en una bienvenida, en una protesta multitudinaria, en una congregación, en una reunión bajo el farol más solo de la noche. La palabra está en en el espacio público: en esos lugares donde se hace, verdaderamente, un país. La palabra no está en las hojas de los libros en las estanterías de algún departamento prosaico, no está encerrada en una facultad que a las seis de la tarde apaga sus luces y vacía sus salones. La palabra –y lo que con ella viene: el poema– debe estar fuera. Esa es la exigencia de Raúl Arias para su poesía y para sí mismo: salir de las casas, conectarse, interactuar para configurar el mundo.

O para entender el mundo que le ha tocado. Su poesía nos lo deja claro: nunca estuvo entre los temores de Raúl Arias el que algún crítico despistado lo acuse de regionalista, de local, de poco universal. Esas cosas no le importan a la verdadera poesía. Arias hace florecer su lírica sobre la tierra del español ecuatoriano; ese español que se habla entre panas en la calle, el español de los panaderos del alba, el español de los obreros que madrugan en las ciudades andinas, el español de los compadres, el español de la urbe que nos «manosea por fuera y por dentro». Su poesía enarbola la palabra de su país, porque entiende que un poema está hecho también para reconocer el sitio de donde venimos, porque un poema también es nominar las cosas que nos rodean para decir que ellas, de alguna forma, también nos pertenecen. 

En la poesía de Arias, los amigos no son lo mismo que los compas con los que nos sentamos a ver la noche en ebriedad; no hay lugar para las mojigaterías lingüísticas como «agentes del orden»: el orden lo impone un chapa; son los vetucos quienes malgastan su dinero y le mienten a nuestra pobreza; los golpes que nos da la vida –tan fuertes, nadie sabe– aterrizan siempre en nuestra jeta, porque en la boca, en la cara, no duelen igual, no arden como arden en la jeta. Su relación con la lengua es un grito de identidad. El propio poeta explora, como motivo transversal de su poesía, la identidad del ecuatoriano, del habitante de la urbe, del amante de la ciudad; y lo hace a través de las palabras, esas que configuran el escenario de la vida.

Para leer la obra de Raúl Arias es importante, pues, comprender que el lenguaje poético puede existir también sin necesidad de la palabra perfeccionada, sin la lingüística que coloca a la lengua bajo un microscopio, como un animal muerto y diseccionado. El poeta no es el estudioso de la palabra, sino quien la desnuda. Pienso en el verso, relativo al poeta: «…navajero pelador de palabras como papas con gusano». Claro nos deja que el poeta no es ese genio refinador del lenguaje que los viejos teóricos buscaron en tantos poemas por tantos años. Entre el poeta y la palabra no hay una relación delicada, una relación de refinamiento, una relación de estudioso y objeto estudiado; porque la palabra no es una entidad en los diccionarios, sino un objeto de la cotidiana existencia –una existencia pobre, la mayoría de las veces–: una papa agusanada, un fruto agujereado, una naturaleza que no porta la belleza de la perfección, sino la severa hermosura de lo real. El poeta revela el gusano, apuñala a la palabra y la desviste para que muestre sus entrañas. Y se concilia con ella. 

Cuando Arias nos afirma –en uno de sus versos que más me atrevo a aplaudir–: «Digo carajo como usted dice avenmaría», no está divinizando al carajo, al contrario, está despojando de santidad al Avemaría. El poeta no les otorga a las palabras un poder sanador, una dimensión mística, una arista milagrosa; los prodigios del carajo son verdaderamente importantes para el mundo de lo tangible: «…peleo,/ con mi peine/ se arreglan las cabezas, con mi carajo se arreglan las cabezas…». La palabra ordena la mente y nos trae de vuelta al mundo, al suelo, al terreno de los hombres siempre lejano del cielo. En lugar de invocar lo metafísico, la palabra es un soplo que nos regresa al acto cotidiano, a la realidad que nos aplasta y nos aguijonea. ¿Qué ha logrado el Avemaría? ¿Hay algo que importe más que el terreno de los ritos matutinos, que el día que empieza con un carajazo de realidad? El poeta nos revela en sus versos la estrecha relación de la palabra con lo humano, con lo que no tiene lugar para ser romantizado en la poesía; destaco este símil asombrosamente sobrecogedor: «Una prostituta pasea bajo la lluvia / Como una palabra soltada en el agua». La prostituta es tan desolada como la palabra, la palabra es tan desolada como la prostituta: ninguna embellece, inútilmente, a la otra; pero quizás se comprendan. 

La palabra nuestra, la de todos los días, es el primer pájaro que atraviesa el campo de fusiles.  

Segundo pájaro: el poeta y su relación con las cosas 

El poeta es el navajero. O quizás el niño que «se esconde en casa minúsculas como cajas de fósforos», o quizás la mujer que pare en medio de la calle, o el compadre que anda y anda y solo dialoga con el viento. El poeta no se sumerge en el océano de la interrogante –quizás interminable– acerca de la labor, el rol del poeta y su sitio en el juego interminable de la sociedad. A lo largo de su lírica, Arias nos señala la identidad y el papel del poeta, pero no lo hace como una pregunta metaliteraria o una indagación ontológica; al contrario, parece tener clara la respuesta y no se preocupa por darle demasiadas vueltas. El verso «Mi voz se funde con lo que comprendo» sea quizás una de las sentencias más importantes para entender –si acaso es posible– su poesía. Lo que el poeta logra comprende es la vida de urbe, su vida ecuatoriana, quiteña, de citadino común y nada tocada por la mano de alguna divinidad del lirismo universal; su vida que ronda las cosas muchas veces pobres, derrotadas, suburbanas, ignoradas. 

El poeta no solo entiende el lugar desde el que habla, sino que se funde en ese espacio, comulga con el hecho de ser parte de él. Se entiende como un ser social y, como tal, comprende que su comunicación, la comunicación que inicia con el poema, lleva el mensaje de su mundo, de aquello que «comprende». La poesía de Raúl Arias está fuertemente atada a su realidad social y no puede ser leída como una manifestación aislada, no puede ser diseccionada en busca de una belleza que nace y termina en el poema como simple manifestación textual. La vitalidad de la poesía de Arias está en su capacidad de comunicar la condición del humano regido por un espacio y unas horas. 

«Más poeta soy cuando me alejo de una cama con mujer desnuda», confiesa. Más poeta es en ese instante, no en el momento en que trata de bucear en la lengua para contarnos lo que sentía, no en el momento en que trata de prolongar esa emoción en un poema que no la soporta, que no la contiene. Al poeta le interesa la poesía que tienen los actos cotidianos, y le interesa, sobre todo, vivir en plenitud aquellos gestos, aquellos destellos diarios, aquellas explosiones de la vida. El poeta no se atribuye la tarea de embellecer las cosas y los sucesos del mundo, sino la de vivirlos.

«Yo no ordeño palabras para que se rían o lloren / no soy propagandista de mí mismo». ¿Por que sería más importante el sentir del poeta que el de cualquier otro ser humano que al alba deja la cama donde amó? Raúl Arias se aleja del poeta-profeta, del poeta romántico que creía tener los sentidos exaltados y las antenas de la emoción altas como las nubes (arquetipo de poeta que todavía empolva, y demasiado, nuestra literatura). ¿Qué tarea debería ejercer el poeta sobre las cosas más que vivirlas con intensidad?

La pregunta sobre el rol del poeta y su naturaleza no solo se resuelve con la respuesta sencilla de la vida, sino que además, Raúl Arias se despoja de esa pregunta intelectual de la manera más perfecta: con burla y con ironía sobre sí mismo y sobre los demás. El poeta es un ser humano vulgar, «se mete los dedos a la nariz», es cercano a los locos en los hospicios, cercanos a los pobres y a los niños mendigos. Qué bella nos resulta la poesía de Raúl Arias cuando descubrimos que el poeta es más individuo que artista, y que es aquel que anda entre la gente, entre las minorías o las mayorías de olvido. A este individuo –ser social– le importa la vida de los suyos, le importa ese dolor que es colectivo y no suyo, le importa ese soplo de paz que es de muchos y no solo de él. 

Insisto: el poeta de Arias está fuertemente atado su condición social, y como tal, sus intereses y su trabajo poético se enfocan sobre cosas vitales de esa realidad colectiva. Así, no le interesa, por ejemplo, la poesía descriptiva de la naturaleza, la poesía embellecedora del mundo contemplado. No es el poeta observador, el poeta místico, el lírico de la contemplación. «La luna patea las narices de los poetas románticos», dice. Poco le interesa, pues, hablar de la luna, si no es en su relación con su colectividad; poco le interesa la belleza o la luminosidad –por más cegadora– de un sol que no influya de manera activa sobre los suyos. En uno de los poemas que más admiro de su obra, Raúl Arias nos pregunta: ¿qué importa para la vida de los hombres de la ciudad si el cometa Jaley está pasando o no? «Con o sin jaley/ abajo siempre nos mojan los chubascos/ y los ríos se llevan nuestras latas». ¿Que importa para los que marchan, con las manos congeladas, a sus labores rutinarias; qué importa para el estudiante que patea piedritas camino a la escuela, qué importa para el que no tiene casa o para la mujer, hija de la noche? El Jaley, insignificante, inútil, será solo un instante de deslumbramiento, una belleza vacía y momentánea, interés de otros poetas que no tienen lugar en el mundo de Arias. Más importante, verdaderamente trascendental, es el chubasco, porque moja, porque toca con su humedad atroz a los hombres comunes. 

¿Qué mueve, entonces, el interés poético de Raúl Arias? Si ya despojamos al poeta de la tarea de estudiar el lenguaje y pulirlo, le queda tiempo y vida para estudiar las cosas que configuran su existencia, desde lo más lírico hasta lo más común y prosaico: «Hay que estudiar a las cocineras, a los cantantes populares». Pero «estudiar» las cosas no es observarlas. Quien contempla ve las cosas inertes, inmóviles; y el poeta de Raúl Arias está –debe estar– fuertemente atado al dinamismo, a las relaciones entre las cosas, a la danza de los sujetos en la pista de baile de su existencia colectiva. Los encuentros siempre son dinámicos, al contrario de la observación: silencio y quietud hay en los museos, bullicio y choque están siempre en la plaza de la vida. Narrar el encuentro de las cosas, de los hombres, del poeta con las cosas y los hombres, requiere de un acto lírico más profundo que la descripción bella y estilizada de una cosa inerte. El poema no habla de bodegones, sino de la mano que toma la fruta, de la boca que muerde la manzana que ya ningún pintor podrá retratar. El poeta de Raúl Arias busca las metáforas que traten de narrar el encuentro, el choque del encuentro con las cosas de la vida, con las cosas en movimiento, con los seres de una ciudad que respira, que cambia, que crea y destruye; con individuos que son bellos –dolosamente bellos en su fracaso, muchas veces– porque están viviendo. De ahí nace, para Raúl, la necesidad de la metáfora, de la imagen lírica que deslumbra: de ese poeta que no se preocupa por describir un cielo azul, sino por narrar el temblor de los cuerpos antes de la tormenta. La poesía no es un paisaje; es un mercado, una plaza, una ciudad efervescente. 

Este es el segundo pájaro que surca el campo de fusiles, el poeta-ave, el poeta que vuela lejos de los «poetitas», de esos poetas «esqueletos de oficina», el pájaro con «trinofobia» que no oye el trinar absurdo de los que mucho cantan y poco nos comunican. 

 

Tercer pájaro: el otro, la irreverencia 

El poeta no es «propagandista de sí mismo», ¿pero lo es de alguien más? La poesía de Raúl Arias está atravesada por un profundo sentido de la pérdida, de la derrota, del fracaso. Pero su belleza, aquella mano que nos estruja el músculo cardíaco –o lo que sea que tengamos en el pecho–, está en saber que la pérdida, la derrota, el fracaso, siempre serán compartidos. La ciudad es un sitio donde habitan múltiples perdedores, es el lugar de los desplazados que han hecho comunidad, tribu: por ahí andan, fundando patrias invisibles y estropeadas, nombrando valles y avenidas para perderse en ellas.

La poesía de Raúl está llena de otros que deambulan, con su brillo gris, con su orgullo de papel mojado, su «orgullo opaco […] el orgullo de los desesperados». Por su poesía caminan los obreros, alquimistas de las fábricas; los campesinos que alimentan; las mujeres de los pobres que no tendrán prendas hermosas; los de rostros manoseados por la ciudad; el niño que parió la mujer en la calle; esos «Cristos que nacen en todo lado». Estos seres no están en la poesía de Arias para ser víctimas perfectas, ni para encarnar una ideología vacía, ni para ser romantizados y divinizados o martirizados; ni para simbolizar la ternura y la piedad y la compasión en el lector cómodo y silencioso; están en la poesía para existir en toda la dimensión de su mala fortuna, en todo el éxito de su derrota, en toda la lodosa belleza de su identidad que nos incomoda.  

«Apuesta a vivir con los demás», dice Raúl. Su apuesta lo aproxima a un tipo de poesía difícil de cultivar: la poesía social; la verdadera –o, al menos, la que más interés suscita en mí estos días y que, considero, debería explorarse más en Ecuador–: la que habla de un nosotros, la que mira la dimensión, el cuerpo, la apabullante e intimídate existencia del otro. Pero también lo lleva por una poesía que más de una vez se desviste de preocupaciones líricas y atraviesa, como borrasca, las permeables barreras de la literatura, la política y la sociedad. “Poesía militante», quizás; poesía «ideológica», tal vez. 

Me atrevo a pensar que la poesía política de Raúl Arias es una de las manifestaciones sociales-literarias más interesantes del Ecuador por su ironía, su humor, su risa. La burla le ayuda a destruir símbolos de poder y los discursos que en ellos se sostenían, le permite destruir el pedestal donde se asentaban los iconos, las representaciones y los valores simbólicos de una sociedad apuñalada por la desigualdad. Raúl Arias arremete contra la colonización moderna, contra las imposiciones ideológicas y contra la hegemonía de discursos. Los enemigos ideológicos se trazan con claridad en su poética: uno de ellos, por ejemplo –y acaso el más explícito–, es el Tio Sam. Más de una vez lo ridiculiza, más de una vez le regala la chispa del insulto creado desde un lenguaje bellamente ecuatoriano. 

La poesía de Raúl Arias incomoda porque pone sobre la mesa temas que la lírica –al menos la ecuatoriana– prefiere evitar. En uno de sus poemas más fuertes y, quizás, controversiales, Arias dialoga con Patrick, asesino de Oklahoma, y le dice «toma las pistolas»; pero también nos restriega, línea tras línea, como alfileres reptando por nuestros ojos, las razones por las que debe tomarlas. Arias trata de comprender al asesino, desacraliza los valores como «la paz y la armonía» hechas a medida y conveniencia de algunos «como un traje de sastrería»; y desataniza la muerte, la ira, la venganza. Destruye los símbolos, se burla de los lemas más sagrados y los valores incorruptibles: “Te han atado las manos/ en el país de la libertad», le dice. 

Su rebeldía no es solo política o social, sino también –y quizás sobre todo– una rebeldía contra la rutina, contra el tedio, contra «la maldita costumbre». Acaso, una rebeldía que podría traducirse como una respuesta de choque hacia la misma tradición de su país. Ningún molde le calza a Raúl Arias, ningún rito es sagrado. Son los ritos los que hacen la cultura, los que hacen nuestra sociedad, y por lo tanto son ellos los que deben reconfigurarse. «Bailemos ante el muerto», dice. Y se pone a bailar ante el cadáver de la poesía que no avanza con su comunidad, ante el cadáver de la lírica que se rompió la pierna en el huerto de la belleza estéril y no pudo seguirle el paso a los individuos, ante el cadáver de la cultura que apesta, putrefacto, en los altos salones de las academias y los buenos juicios. Por eso su poesía se llena de imágenes extravagantes, de metáforas asombrosas, de lugares no concebidos antes en la literatura Ecuatoriana. 

Así se alza el tercer pájaro, el pájaro de la rebeldía, el pájaro de la empatía con el otro, igual de abandonado que el poeta. Se alza por sobre los fusiles de aquellos que quieren ser indiferentes, por sobre el lirismo de los ciegos que solo hablan de sí mismos, sobre los gatillos de los serios, sobre las bayonetas afiladas de la costumbre. 

La poesía de Raúl Arias tiene su sitio en la historia de nuestra literatura –y en la literatura hispanoamericana– porque ha sido capaz de encontrar –o desordenar– el lenguaje para que esos pájaros lo atraviesen, lo rompan, le corten las falsas alas de ángel que lleva de disfraz; para que esos pájaros pasen botando plumas a las que el pulcro idioma es alérgico. Pero más que un sitio en la literatura, tiene su lugar en nuestra memoria, en nuestra lectura diaria, porque el pájaro de su poema pasa –fresco y veloz– despeinándonos, quitándoles su cachucha a los poetas falsetes, pio-piando –como dijo Juan Gelman–, porque lo lindo es piar y no callar aunque nos den manotazos los fieles sacerdotes del silencio y las fastidiadas esculturas de la indiferencia.

 

 

Juan Suárez 

Salamanca, octubre de 2021

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